En el balcón, cuelga contra la pared que da al cuarto donde
duermo, una bandera chilena de metro y medio por tres metros con
la estrella hacia la izquierda. Del otro costado asoman tres gorros, dos que
son promocionales y que seguramente ha dejado el empleo empresarial de mi tío, viseras,
y uno que es para tapar el sol playero, de paja y género, con un diseño en
espiral que recuerda al desierto, a los vídeos de Soundgarden, a la estética de
Jim Morrison, aferrados a la pared por medio de clavos y gravedad. Deben dar un
estilo de peinador de arena, de investigador privado californiano, de
empresario. Al fondo quedan unas cuantas toallas y camisas en el colgador de
ropa, en dirección a los paneles semitransparentes que utiliza mi tío Jorge
como cortinas en su privado cuarto personal aquí en Iquique.
Al principio nada más cabecear. Pasa media hora en que
todavía no se adentra por mis oídos y/o retinas el devenir de las vacaciones y
donde tal vez se podría hablar de un bloqueo frío, un bloqueo como sentir el reventarse
de una ventana yendo a 120 kilómetros por hora en un jeep por la carretera en
la Antártida. Sorbo mi café con un ruido asqueroso, prendo tres Philip Morris
que he de terminar junto a otra taza de Cruzeiro granulado caliente.
Tío Jorge es un hombre moreno, grande y colérico de barba
canosa, ordenada y poco pelo en la cabeza cuya función natural es hacer de
máquina estresadora o, en palabras más simples, novia. Prohíbe fumar, despierta
a una hora determinada, encarga tareas a la hora del almuerzo, durante la noche
y cuando vamos a la playa, exige un consumo económico de agua (la que en
Iquique está cara), juzga el carácter de sus visitantes (mi madre, Alicia, la
familia de Alicia, yo), medita sobre la situación política nacional y mundial,
etc. Aparte de esto, que se corresponde con la inspiración aristocrática del
intelecto, no hace gran cosa. En su trabajo pareciera hacer lo mismo. Un hombre
grande, es decir, gordo, como el que suscribe, a quien la vida sedentaria y los
genes le pasan la rabiosa y coronaria cuenta.
Subimos al auto del “guatón” -así le dice mi santa madre- a
eso de las 10 de la mañana, para visitar primero una feria, después una plaza,
con tren y arbolito de navidad, y luego otra feria, junto a carabineros,
repleta de carnadas de cárcel, como pipas de marihuana y ofrecimientos. Fotos,
fotos, fotos.
En Iquique la gente no fuma ni cigarrillos, y si consumen,
lo hacen el fin de semana, como en cualquier ciudad del mundo.
Almorzamos a la 1 un vasito de ceviche con porotos
malhabidos (malhabidos más por la recopilación de materiales que por su estado
o la cocción), tomamos cerveza con Fanta, mezclamos con pan, con ensalada de
tomate y cebolla. Pongo la mesa yo, mi santa madre limpia, más rato el tío
Jorge duerme una siesta, mi santa madre teje, yo fumo unos cigarrillos y tomo
café; ambos, madre e hijo, en el balcón con vista a la playa. Un auto alarma y
calla repentinamente en los estacionamientos aledaños.
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